Cientos de cambios de luces debieron advertírmelo. Pero no fue así. Ni siquiera la repetitiva escena del juglar con capucha rasta y bastón de fuego pudieron advertirlo. Fue mi estancia allí, en medio del humo, en medio de las cornetas que resonaban sin parar, una vez que se producía el cambio de luces... rojo, verde, amarillo, y un murmullo sin cesar, solo interrumpido por el septuagenario que hacia sonar su tercera pierna de metal, esa que le ayudará a llegar al final del camino.
Una mosca cae producto de un chicote fulminante que le propino por la interrupción de mi escritura al teclado. Hablando de vivos. Hablando de los cambios que nunca me advirtieron. Nadie me dijo de la mosca. Nadie me dijo que esto era tan pobladamente solo. Tan ensordecedoramente solo. La nube, blanca y solitaria, como descansando encima de la cumbre del Ávila, me debió haber dado la clave, pero no entendí. Solo la disfruté mientras esperaba, pensaba yo, mi carrito de la Ruta Emergente que me llevaría finalmente a casa. La nube, bajo un cielo ya verde oscuro, era lo único que se iluminaba allí arriba, producto de un atardecer al otro lado de la montaña. Y yo, la observaba y me preguntaba cuantas personas, como yo, estarían en lo mismo. Y sí, eran muchas en ese instante, pero yo no lo podía percibir aún, ya que no caía en cuenta de mi realidad.
Y una vez mas la luz cambió, y el juglar salió al paso de los desesperados choferes que solo deseaban franquear ese paso, uno más en el camino que los llevaría a su destino. ¿Cual? Yo también estaba allí esperando, pensaba yo, mi vehículo a casa, el que me traería a la comodidad de mi cama, al traspasar la reja de la llave azul, la negra y la cuadrada, muy importante esta última, ya que no permite copias por su rareza.
Pero volviendo a este interminable atardecer de hoy, el día en que tuve el sueño, ese sueño del que desperté y después nada fue igual. Solo la rutina. Solo ella era igual, pero demasiado. Era como un dejavu empachado de días, de un día tras otro, donde lo único que cambia es el nombre, y que de repente amaneció en un día que te celebra, y tu no lo sabes aún. Y es como cuando naces, igual, diría yo. Igual porque te vas enterando paulatinamente, te vas haciendo consciente de ello con el tiempo.
El hombre con la pata coja se acercaba, y hablaba con la mujer indigente que pedía entre la cola vespertina de vehículos- una ayudita si es posible, mire que solo tengo 45 segundos entre luz y luz, entre pitazo y pitazo, entre cada pirueta y flip flap flop del juglar de la capucha rasta – para luego arrimarse a la acera, muy cerca de mí, a contar las pocas monedas que había recogido. Y el familiar hombre de la pata coja, se le acercaba inquiriendo sobre la fortuna recolectada. El hombre de la pata coja, un cabrón de indigentes, un cobrador de peajes de la mendicidad ajena. Y de quien, en medio del ruido, se escuchaba el raspar de la suela de su zapato izquierdo sobre el cemento de la acera. Los dedos negros, brillantes, como si tuviese un gran guante de alquitrán, mostraban el brillante producto de su trabajo de cabrón.
Parte del dejavu, este sueño se repetía una y otra vez, entre luz y luz, entre pitazo y pitazo, entre cada pirueta y flip flap flop del juglar de la capucha rasta. Mientras, la iluminada nube que cansadamente descansaba sobre el Ávila, iba perdiendo luminosidad – culminaba la tarde, un último vuelo desde Europa debe estar recibiendo la tenue luz vespertina sobre su timón, y cual silueta, aterrizar sobre el silencioso asfalto frío de Maiquetía.El hombre de la pata coja se acercaba, pero esta vez a mí, y yo le respondía que no había recolectado ningún dinero para él, pero él insistía y al ver que nada salía de mis manos, el brillo de entre sus dedos se hizo presente nuevamente, el resplandeciente plateado sobre el color alquitrán brillante de sus dedos. Y esas monedas, ¿de donde habían salido?
Una fría sensación recorrió mi cuerpo sobre un calido chorro rojo que brotaba de en medio de mi, y yo hurgaba con mis dedos entre mi ropas para ver de donde salía, y no lograba ubicar el origen. Las luces del semáforo pasaban de verde a amarillo a rojo, y se entremezclaba con ese rojo que venía de adentro, y todo se teñía ahora de rojo, y de frío azul , y de humo gris, y de saltimbanqui con sombrero rasta, hasta que una cierta levedad se apoderó de todo mi ser y comencé a flotar en picada hacia un negro alquitrán, del color de las manos del hombre de la pata coja, que retiraba reiteradamente un largo stiletto brillante, brillante como las monedas, de alguna parte de mi humanidad que ahora yacía como un garabato sobre un gran charco rojo y negro, silente e intermitente, mientras los transeúntes corrían en busca de una ayuda que nunca llegó a tiempo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario